martes, 4 de marzo de 2014

La Gallina de Ted Hughes

La Gallina
adora el polvo. Encuentra a Dios dondequiera.
Dondequiera encuentra sus joyas.
Y le trae sin cuidado
lo que piense la col.

Ha olvidado como volar
porque interpretó positivamente
su recurrente sueño
de cuchillas de carnicero y hornos calientes,
y la pequeña hoja del cortaplumas
rajando su paladar.
La gallina aletea, como cestas de huevos,
para mostrar su desprecio
por aquellos que viven evadiéndose
y un futuro de cielo vacío.




La Gallina escarba, con sus nobles, incansables patas,
el tesoro de la basura,
y cloquea con un mecánico son de reloj despertador
que eligió en vez del canto
cuando el creador
separó a los Trabajadores de los Cantores.

Con la mirada siempre puesta en la ansiada recompensa
inclina religiosamente la cabeza
en el ángulo más propicio,
en el que mejor le revela
que el zorro no es más que una superstición popular,
que sus huevos han convertido al hombre en su esclavo
y que el cielo, a pesar de sus amenazas,
aún no se ha desplomado.

Y qué severa es. Ante su mirada feroz, la sangre
(esa debilidad) es castigada al instante.
La Gallina es un monumento de bronce a la rectitud.
Y jamás se permite nada
salvo desmayarse un poco, un ligero, delicioso desvanecimiento,
con un ojo cerrado antes de dormirse,
conjurando el aroma del estragón.

Ted Hughes, (1930-1998), está considerado por muchos críticos y lectores uno de los mejores poetas en lengua inglesa de todos los tiempos.

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